Ellos discuten entrando al hangar. Ella le asegura que el viaje a Jujuy es lo mejor, él no está seguro de nada. Hay un diálogo cruzado, entre la necesidad de escape y la permanencia del amor. Ella le dice –confundiendo permanentemente el plural del nosotros con el singular de ella misma- que es lo mejor, aunque ya no sabe exactamente qué es lo mejor, ni para quién es lo mejor. Están confundidos. Él se le acerca y le da un beso en la mejilla. Ella abre los ojos. Esos ojos. Dicen todo esos ojos. Él la mira y como hasta ese momento se conforma con nada. Se voltea. Sube al tren. Pero se queda a mitad de la escalera y la mira de lejos. Se inicia la música, y cada tecla de un piano suave va tocando los puntos sensibles del corazón del espectador. Él sube al tren, y camina cansinamente por los pasillos atiborrados de pasajeros que comienzan a subir sus maletas a los estantes. Se sienta. Su mirada está perdida, extraviada en la situación. Ella reacciona, no se debe de ir. O ella no se debe de quedar. Ella corre, y llega hasta la ventanilla desde donde él espera nada. Estira la mano. Él también estira la mano. El tren acelera dejándola atrás. Él se para y como descubriendo lo fundamental camina hacia atrás y llega a la última ventana desde donde la puede ver alejarse, desde donde puede ver como se hunden sus sueños, como desaparece la esperanza de felicidad. La música cierra la escena con notas (pincelazos) de color azul melancolía.
Campanella (el iluminado director de esta gran película “El secreto de sus ojos”) también decide iniciar la historia con retazos de esta escena. Porque, a pesar de que el argumento transcurre a través de un derrotero aparentemente policíaco, es el amor de los personajes principales (Benjamín e Irene) el que es narrado paralelamente al supuesto hilo principal de la historia. Y es que esta irónica confusión entre la trama principal (un crimen sórdido y su resolución que depende de hechos incontrolables y aleatorios) y la historia de amor entre el secretario de juzgado y la asistente del juez que entrecruza problemas sociales e indefiniciones personales, nos llama a reflexionar sobre las permanentes confusiones de caminos y de rumbos que ocurren en nuestras vidas. ¿Nuestras decisiones estructuran nuestro destino, o dependemos de azahares, de hechos incontrolables, involuntarios que nos pre condicionan?
La historia nos lleva por hechos confusos que intentan ser resueltos de alguna manera por un sistema judicial corrupto, en el que van ganando permanentemente la coima y el interés oscuro. Es en medio de ese mundo sórdido en donde se desenvuelven los personajes, que tienen que batallar contra este sistema para lograr algo de justicia. Pero no la encuentran. Por el contrario, se estrellan contra intereses oscuros que digitan los resultados para dirigirlos a sus convenientes destinos. Nada nuevo para alguien que sabe en qué mundo vive. La belleza vencida por la vileza está clara en la imagen de la hermosa joven que yace desnuda, asesinada por un imberbe que luego es premiado con puestos expectantes en el gobierno. Hay que rebelarse contra este absurdo. Y Campanella se rebela. Se rebela a través del novio dolido que toma decisiones antisistémicas, se rebela a través del alcohólico asistente que decide ayudar al amigo en su decisión de buscar lo correcto y termina acribillado por las mafias que recorren las venas sustantivas de todas nuestras sociedades perdidas (un Francella fantástico), se rebela a través de los ojos de Irene, del amor de Irene, de la calmada forma como, ya casi al final de la película, le pide al amado que cierre la puerta. Y todo termina como comienza, con cada tecla del piano retumbando en algo que uno siente profundo, tocando una melodía extraña, la desesperanza en su forma estética, borrando y construyendo, lamentando todo el desencuentro, sonriendo triste mientras se aleja –en una remota estación de tren- para siempre la felicidad.
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