1. BITACORA DE UN VIAJE A CUSCO
Estoy en un bar en Cusco. Para ser exactos en un bar Irlandés (por alguna extraña razón, este tipo de bares abundan en esta ciudad). Es un típico bar europeo, lleno de banderas de diversos países en el techo, sillas de madera y diversos objetos pegados en las paredes. De lo más extraño que veo son unas placas de autos colocadas en hilera en una de las columnas centrales. New South Wales, Louisiana, Arizona, California, Ohio, New York. Placas americanas. Se me ocurre que las han sacado de los carros importados que ingresan al país en cantidades industriales por la ciudad de Tacna. Otros objetos extraños que identifico son cuatro cabezas colgadas a modo trofeos. Son cuatro presidentes estadounidenses en actitudes venadiles, sonriendo para las cámaras: Bush (we will find MDMs in Iraq!), Clinton (But I didint Inhale!), Reagan (I dont recall) y Nixon (I am not a crook). Por lo demás, los posters de motos y carros antiguos bordean la sala que en el centro tiene un gran bar con botellas multicolores que a modo de arcoiris alcoholicos invitan a los comensales a seguir los pasos de un baco moderno: libador de Wiskys, camparis, martinis, borbon (me provoca un borbon, lo voy a pedir), anisados, guindas (que terrible, grandes bombas de chiquillos, grandes resacas espantosas), etceterra (acento francés). En medio de las botellas un letrero. EXCALIBUR STRONG.
Las mesas son relativamente simples pero cómodas, y una mesa de billas y tres juegos de dardos cierran una atmósfera llena de humores alcohólicos y tabaquiles. De fondo, un grupo rockero que no identifico grita tonadas similares a las de Big Mountain. La guitarra alarga los sonidos, y el cantante, enrronquecido, intenta convencernos que su amor o su pasión o su no se qué es imprescindible y tiene que ser escuchado. Casi nunca entiendo la letra de las canciones en otros idiomas, pero eso no importa. La música, lenguaje universal, deja entrever lo que este endemoniado miserable intenta decirme. “La botella está vacía/ el viento reverdece mis recuerdos/ tu estás en todos lados/ tú/ la misma que me mira, siempre”. Intuyo una pena de amor. Quién no tiene una pena de amor. Pido mi Jack Daniels en las rocas y el mozo (un lugareño con pinta de pastrulo, aretitos alargados y los ojos inyectados por algunas substancias que acabará de ingerir) me aproxima mi vaso. Me gusta mi vaso. Es un típico vaso Jack, ancho en la boca y angosto en el fondo. Los hielos se van derritiendo, impregnando el líquido de una temperatura ideal. Cuando lo pruebo, el sabor amaderado y profundo del wiskey me provoca una sensación de placer. Que rico es el wiskey.
Prendo un cigarro y comienzo a mirar (nuevamente) a la gente. En una esquina, un gringo y dos aparentes indúes conversan amenamente con una cerveza cusqueña en el medio. Los tres tienen pinta de amanerados. Sospecho que son gays. No lo sé. Sólo es una sospecha. Al final, el mundo está compuesto de sospechas. La realidad es –al final- una simple sospecha de lo que realmente es. En la otra esquina, dos gringas conversan de temas inentendibles. Ya acabaron sus respectivos vinos (sus vasos vacíos están encima de la mesa). Las gringas tienen esa anonidad que caracteriza a esa raza. Blancas –pálidas diría- con narices rectas y ojos inexpresivos. No son bellas, es más, yo las calificaría de espantosas, pero a pesar de estar juntas y conversando, reflejan una sensación de soledad que las abarca. Ya se van.
Siguen entrando y saliendo los comensales. Tres gringas y un gringo entran escena. Las gringas son gordas y el gringo tiene cara de buena gente. Se sientan y miran la carta con concentración. De tanto escribir, mi Jack Daniels se agua. Carajo. Estos gringos me jodieron el trago.
Hace algunas horas que embarqué a la Kika. Hemos pasado unos momentos hermosos en esta ciudad compleja, llena de historia. Llena de fantasmas. Sospecho que todavía puluan por ahí los espectros de algunos Incas desolados. Intuyo además, que algunos españoles muertos por codicia también pulularán por estas calles llenas de rocas rajadas y de calles estrechas. Esos pasos perdidos son los que le dan un alma mortuoria a esta ciudad. Pienso. No es una ciudad. Es un cementerio. Pienso. Toda ciudad es un cementerio. Un eterno recuerdo de personas que pasaron sin pena ni gloria, el eterno devenir de una vida sin rumbo. Dentro de mis teorías alocadas, me postulo a mi mismo que la materia que se transforma y deforma siempre es la misma, por lo que todas estas cosas que me rodean (humanos, animales, cosas varias) vienen siendo siempre lo mismo. Me imagino que Pachacutec está en parte en una llama, o que Almagro tiene ahora la forma de un cerdo, o que todos los monjes de la inquisición son ahora unas miserables alimañas.
El bar tiene un balcón que da a la plaza. Ahí están arremolinados quinientos gringos, que admiran el paisaje de un Cusco que intentan entender. El atardecer genera colores amarillos y violetas, azulados y grises, que le dan un ambiente triste y melancólico al todo que nos abarca en estos segundos.
Voy a dejar de escribir. Ya he escrito demasiadas estupideces por ahora.
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El tren a Machupiccu comenzó a rodar. Habíamos llegado a la hora por una coincidencia que hizo que no almorzáramos como estaba planeado, sino que subiésemos directamente al bus que nos conduciría a Ollantaytambo. Estabamos ya en el tren, y el vagón de peruanos estaba abotagado de gente. Jackita se acurrucó en mi hombro, tratando de dormir. Yo saqué mi ipod y comenzé a escribir. Un señor con pinta de general en retiro me hablaba de lo difícil que eran los viajes, de las incomodidades, de su mujer, que estaba a su lado, pero que lo jodía lacerantemente. Yo decidí no escucharlo, encerrarme en mi mundo, y escribir. Escribí el siguiente poema:
TREN A MACCHUPICCHU
Un tren en movimiento
Temblor pausado
Cadencia indeleble
Sustancia de nada
Una nada que todo lo puebla
Objeto sin sujeto
Tren en movimiento constante
Sin ritmo
Sin cruz perfecta
Sin mañana
Rieles crugientes
Chirridos metálicos
Rodeados de sombras espesas
De ojos incisivos
En un trayecto amargo
Pero dócil
Suavemente téctrico
Anormal?
El destino de los pasajeros es idéntico, las rutas elegidas no importan, solo importa el sopor y el aletargamiento, solo importan los ruidos insignificantes, las cosas que aparecen y sin querer se esfuman destruyendo parte de este mundo sin sentido
Solo importas tu, tu cara adormilada, tu sonrisa en medio de un mundo que se derrumba, tu voz pausada y amorosa que me murmura deseos y mañanas imposibles, tus pensamientos de eternidad, que aletargan la muerte inminiente, el calor de tu cuerpo rozando el mío. Tu soledad.
2. BITACORA DE UN VIAJE A LA CHINA (LITERALMENTE)
TAIWAN, HONG KONG Y PEKIN
La despedida y el señor Chi
La casa era un desorden y todos subían y bajaban las escaleras, yendo y viniendo. Mis hijas arreglándose para acompañarme y el Polaco alistándose para el nido. Terminé de acomodar mi maleta y tuve que salir apuradamente al banco que recién abría para retirar el dinero del viaje. Al salir, me crucé con el polaquito que ya se iba. Me miró con ternura y me dio un beso de despedida. Llegué a intuír en sus ojos pequeños y melancólicos su conciencia de la situación, y sentí la primera tristeza de la partida. Cuando regresé del banco ya todos estaban listos, y se habían unido al grupo el Abuo, Vancho, Shi, la Vale y Teresiña. Me sentí halagado por la comitiva.
Saliendo de la casa rumbo al aeropuerto, comenzamos a transitar por una Lima gris, una Lima de desordenes, de aglomeraciones, una Lima sin sentido, por la que cruzábamos como descifrando un laberinto descomunal, como resolviendo una operación de variables infinitas. Cuando miré por el espejo retrovisor, los hermosos ojos de Adriana estaban vidriosos y denotaban soledad. No era fácil para ellas. Los dos papás de viaje. A pesar de todo, Adri había tratado de demostrar todos los días previos una fortaleza que en esos segundos se había quebrado. El Abuo hizo una broma y todos reímos. Adri también rió. Eso me tranquilizó un poco.
De pronto una llamada entró al cel y contesté. Era Felipe llamando por cuarta vez, tamo e 4D, epela, yo golo banco, si Felipe, ya estoy llegando, espérame, le contesté. Colgué y les comenté a todos que íbamos a conocer al Taiwanés que –valga la redundancia- me iba a acompañar a Taiwan. Les dije que le iba a decir que, durante el viaje, él se iba a llamar Shuchasuma (algo así como una contraseña para reconocerlo), y que él iba a repetir el nombre con complacencia, sin darse cuenta del contenido jocoso del mismo. Volvimos a reír, y Vancho me advirtió que de repente el Taiwanés hablaría algo de español pero se iba a hacer el loco, y que llegando a Taiwán iba a conseguir que unos coolies matones me sacaran la mugre por la broma. ¿Te la estas jugando gordo ah? Advirtió con animosidad.
Atrás, mientras Valentina se dormía parada apoyando su cabecita en el hombro del Abuo, la gringuita con sus ojos verdes y tristes miraba los carros pasar, tratando de contener su angustia. Mis hijas son tan distintas una con otra, pero hay un hálito de ternura que las hace contradictoriamente similares. Adriana es responsable y acuciosa con sus cosas, no gustándole mucho los mimos y las caricias excesivas, mientras que Andrea no es tan responsable –lo cual no significa que sea irresponsable- pero es cariñosa y demostrativa de sus sentimientos. Paradójicamente en esos momentos se habían invertido los papeles. Adriana había dejado aflorar sus emociones normalmente escondidas, mientras que Andrea se agazapaba en un caparazón de melancolía silenciosa.
Ya en el Aeropuerto, luego del check in respectivo, subimos a la zona de restaurantes donde me estaba esperando Felipe. Todos comenzamos a buscar a un jaladito de gorro y polo blancos como se había auto descrito. El Abuo lo divisó primero, y caminamos hacia él. Yo Felipe, papa abajo epela conocel tu, él silla lueda y no sube, glacia, mucha glacia. En ese momento pensé que me había ensartado, que se trataba de un Chino inválido y que mi viaje iba a ser un via crucis merecido por mi ateismo confeso. Maldije el momento en que había aceptado el encargo por parte de la Agencia de viajes. “Esa chinita Liu me ensartó carajo” pensaba mientras bajaba las escaleras para conocer al pobre chino lisiado que me tocaba trasladar hasta Taiwan. Cuando llegamos vi por primera vez al señor Chi, y mis temores iniciales se aminoraron ostensiblemente ante un hombre añejo pero sonriente, con ojos vivaces y dientes amarillos como el color de su cara. Llevaba puesto un gorro azul y vestía módicamente. Se paró de la silla de ruedas (que luego descubrí que era una hábil estratagema que nos serviría a él y a mí para pasar todos los controles y las aduanas americanos sin hacer cola y sin revisión de ningún tipo) y me dio la mano con un agradecimiento que me impresionó. Sabía, por lo que ya me había dicho Felipe, que el señor Chi no hablaba ni Inglés ni castellano, solo hablaba taiwanés, por lo que la comunicación verbal iba a ser prácticamente nula, pero intuí desde el primer momento que, a pesar de todo, nos íbamos a poder comunicar bien. El señor Chi iba acompañado de una comitiva digna de un emperador. Por lo que me explicó Felipe estaban dos tíos, dos primos y dos hermanos (no se si era coincidencia o algo planificado el número de participantes y los rangos familiares en la despedida), y cada uno se me acercó para darme las gracias en Taiwanés, estrechando mi mano y haciendo una venia. Yo, un poco mareado por los agradecimientos, atinaba solo a bajar la cabeza y a decir estúpidamente “thank you” pensando que los chinitos podían entender algo de esta expresión. Quedamos con Felipe en encontrarnos a la entrada de pasajeros internacionales. Glacia, mucha glacia, “si Felipe, a mi también me hace mucha gracia”.
Al subir, pude ver que la Valentina corría desaforadamente entre las gentes que iban y venían, y Teresiña trataba de agarrarla con ahínco. Shilita le gritó a la Vale que me dé un beso, a lo que ella respondió con una carrera de 100 metros al estilo Marco-no-te-vayas-mamá y me estampó un ósculo sonoro en el cachete, mientras yo la elevaba, la subía y la bajaba, y ella sonreía complacida. Mis hijitas me miraban calladas, y para sacarlas un poco del marasmo y la tristeza les dije que pidieran algo. A las dos se les abrieron los ojos y Adriana me jaló al Starbucks para comprar una especie de café molido con hielo que tiene un nombre raro que no me acuerdo, pero que la verdad me parece bastante agradable. Andrea quería un helado, por lo que le di a Shi 10 soles para que se lo comprara en el 4D. Al final, terminamos todos juntos en la puerta de internacionales, las chicas con lo que habían pedido, Shilita con un sandwich de chicharrón al que le metí un par de mordidas, y el Abuo, Vancho y yo cada uno con una lata de cerveza en la mano.
Al fondo pude ver que el señor Chi ingresaba a internacionales y eso aceleró mi partida. Adriana y Andrea me miraron. No sabía que decir. Les dí a cada una un beso, esperando que nada les pasase, que sean felices cada uno de sus días, de sus minutos, de sus segundos, esperando inútilmente que todos sus sueños se hicieran realidad y que no sufriesen tantos momentos tristes como el que estaban pasando, y que su soledad terminara cuando mi figura desapareciera por la puerta. Uno espera tanto de la vida. Uno no espera nada de la vida. En la lejanía ví sus manitos despidiéndome, y les respondí con una agitación de manos y mi mejor sonrisa. Aurevoir mes amours. Je suis rien sans vous. Je suis rien sans vous.
El vuelo a San Salvador – Derridá, mi mamá y la deconstrucción
Durante el vuelo comencé a leer un libro que me había comprado en Bogotá. Era una compilación hecha por Cristina Perreti de la filosofía de un connotado Francés: Jacques Derrida. Mientras leía, y en el transcurrir de las páginas, me iba emocionando por las ideas que Perreti iba resumiendo de la filosofía de Derridá, que me parecían tan reveladoramente lúcidas. Pero sabía que había que poner calma al corazón. Mi madre reiteradamente me enrostra mi temperamento volátil con cada libro que leo. Es decir, que soy una especie de bandera al viento que muta en cada experiencia de vida. Es una visión espantosa de una persona para el occidental promedio, acostumbrado a los puntos muertos, a las ideas previsibles. Por el contrario, un itinerante, un nómada de pensamiento, un inconcluso, debe de ser repelido porque mueve toda la estructura de voluntades supuestamente inamovibles construida por la sociedad durante siglos. Si pues. Creo que en esta sociedad es preferible aparentar ser lo más estático posible en lo que uno cree. Ser previsible para que los otros te puedan medir, te puedan auscultar, para que los otros puedan suponer con algo de certeza tus siguientes pasos. La idea de Dios, de patria, de familia, son en este concepto occidental, pilares inconfundibles (¿?) e inamovibles de un mundo que se pretende leer a si mismo de manera simple.
Bueno, Derridá ataca todas esas ideas de estática. De pasividad. De predictibilidad. De inmutabilidad. De principios supremos (dios, patria, familia). Sustenta su ataque en el absurdo logofonocentrismo en que ha venido siendo estructurado occidente desde sus inicios como cultura pensante. A decir de Derridá, la primacía del lenguaje hablado frente al lenguaje escrito, y, por lo tanto, la apreciación de que el pensamiento está mucho mas cercano a la verdad del espíritu en el habla, constituye el gran sofisma filosófico que ha llevado a menospreciar la escritura como un lenguaje secundario, inventado, deformante de lo real, representado erróneamente por el pensamiento puro que se describe en el lenguaje hablado y que prolonga –según la corriente logofonocentrista- los valores que el alma quiere expresar de manera casi inmediata en el fonema.
Derrida concluye su primer postulado –solo hablaré del primer postulado, porque no pretendo ni mucho menos ser un buen compilador de sus ideas, es más, creo que soy demasiado complejo en la expresión filosófica- señalando, de manera a mi concepto genial, que el lenguaje hablado al final constituye una especie más de lenguaje escrito pero mucho más impensado que el segundo. En el lenguaje oral, del mismo modo que en el escrito, el ente pensante también digita y selecciona fonemas, redactando con los mismos las ideas y proposiciones que quiere definir o expresar. Al final, el fonema es una especie imperfecta de lenguaje redactado. Con esa precisión tan simple, rebate a un sinnúmero de pensadores antiguos y modernos.
A mi concepto, Derridá reconstituye la importancia del lenguaje escrito, postulando que, de sus laberínticos intersticios y variedades, el humano tiene que encontrar su propia verdad, su propio centro. En efecto, el humano tiene que literalizar sus vivencias, tiene que autoredactarlas y construir un mundo absolutamente personal (tiene que deconstruir las ideas para luego construirlas a su manera), absolutamente también desprovisto de ideas universales. Así, podríamos concluir –en algún sentido del término, en todo caso, el más laxo- que por lo tanto es imposible la existencia de un único centro, de un valor inmutable y absoluto, sino que toda verdad es personal, y depende al final –gesto Husserliano- de la conciencia personal de cada individuo. La verdad individual –reiteramos- depende de la capacidad de redacción de cada persona, de la capacidad que tenga de ficcionar con su mundo, intuyendo verdades relativas, combinando de manera imperfecta pero personal los signos de su propio universo en un movimiento dual de intuición y razón.
Estaba en estas reflexiones cuando me acordé del señor Chi... ¡!!No había ido al baño!!! Cuando volteé para mirarlo, recibí una mirada de agradecimiento por acordarme de él. Estaba sentado al lado de la ventana, por lo que le era imposible salir sin pedirlo entre las dos personas que se interponían entre él y el pasadizo. Y como no tenía palabras para comunicarse, no lo había intentado. Con algunos gestos le pregunté si quería ir al baño, a lo que recibí la segunda sonrisa de agradecimiento. Pedí disculpas a los señores para que le dieran paso. El salió raudo y se metió al baño casi de inmediato. Cuando salió, me dio la mano. Entendí un “gracias” profundo. No se preocupe señor Chi. Yo lo llevaré sano y salvo a su destino. Otra sonrisa de agradecimiento. Las verdades -como son los postulados de amistad y de amor- no necesitan los fonemas para ser. Se puede redactar con cualquier tipo de signos. El universo de cada quien depende de la cantidad de signos que uno invente para estructurarlo, para hacerlo mas hermosamente transmisible, y por lo tanto, mas cercano a lo que uno desea que sea. Que pena no poder hablarle de Derridá al señor Chi. Será en otra vida... será en otro viaje... será en algún segundo intermitente de este pasado, presente, futuro del que estamos enganchados, del que dependemos de manera vital... domage monsieur... on arret a c´est estation.
Bitácora Taiwan
Bajamos del avión con el señor Chi en un Taipei que anochecía. El aeropuerto estaba impecable, rezumando una modernidad que sorprendía. Nos comenzamos a mover por fajas metálicas que nos transportaban por pasadizos de lunas polarizadas que tenían un destino predeterminado, marcado por letreros escritos en chino mandarín e inglés. Yo estaba cansado pero espectante por el encuentro con la amada, y tenía a mi lado a un señor Chi feliz. El contraste que yo estaba viviendo de él era evidente. De un señor Chi asustado en un aeropuerto de una Lima desconocida y hostil, a un señor Chi alegre, rodeado de su gente, conversando con quien fuera para tratar de captar los sonidos que para él consistían en su mundo que retornaba, en su vida que volvía a tener sentido, lejos de esa latinada de gente oscura y bulliciosa que lo trataba como a un ininputable. Ahora él me guiaba, tratando de algún modo de retribuir mis atenciones hacia él durante el viaje. Luego de las trabas burocráticas de siempre (aduanas, llenado de papeles incomprensibles, conversación con un funcionario Chino del porqué de mi presencia en este país tan lejano de ese país que para él también era lejano e incomprensible como era el Piru) llegamos a la zona de las maletas. En la espera, el señor Chi me miraba como diciéndome que había algo malo, que habíamos errado en los Angeles, y que las maletas no llegarían jamás. Al final. Las maletas salieron, y el señor Chi –alegre por la constatación- me hacía gestos de agradecimiento por el final feliz de su viaje.
Cargamos las maletas y salimos.
Ahí estaba ella, mirándome como hacía años que no me miraba. En ese segundo recordé mi llegada de Chile, veinte años atras, cuando ella bajó por las escaleras de un Luzurriaga desaparecido y me abrazó fervorosamente con su vestido lleno de flores y su hermosa sonrisa feliz. Era la misma niña-mujer, con la misma sonrisa-luz, con el mismo color de piel. Era la misma figura-sol, que amada y amante me recibía con lozanía en un Taipei que podía ser Lima, o París, o Islandia, o el resto del mundo. Los espacios para el amor no existen. Solo existen los amantes, que, de a pocos, y en silencio, van desplegando su amor y lo van haciendo y desasiendo. Los amantes que digitan las notas mas sublimes de este mudo atiborrado de sombras que a veces se convierten en luz. Estoy en un momento de luz. Nuestros labios sellaron las puertas del laberinto.
En el camino hacia la ciudad, abrazados, mirábamos unas luces sin mirar. Nuestro abrazo sellaba un capítulo en este devenir vital.
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Estoy sentado frente al Taipei Staiton y estoy solo. Fumo un cigarro, y contemplo a las gentes que van y vienen por una calle abotagada de buses y de carros que pasan raudamente. A veces descubro una furtiva mirada que me ausculta. Qué pensarán? Supongo que se interrogarán por mi soledad. Por esta posición tan pasiva en la que me encuentro, absolutamente alejado de todo lo mío, descontextuado, inerte ante un Taiwan que pasa y cuyo movimiento carece de sentido para mí. Me pongo mis lentes de sol y me acuerdo de mis pequeños (mi Adriana, mi Andrea, mi Paul André). Rio sardónicamente y miro hacia un lado. Una china se aproxima pausadamente. Un chino que parecía perseguirla pasa, y ella se queda mirando a la nada. También esta sola. También –intuyo- su soledad la mortifica. Saca algo de su bolso. Es un chocolate. Me mira inexpresivamente y comienza a comer.
Me siento solo, pero es una soledad como aletargada, como que va y viene, dejándome desvalido ante un tiempo que no pasa, que no está, que comienza a deshacer los segundos, y yo en el medio sin saber como reaccionar, qué hacer, como soportar esta soledad cuya cadencia me va envolviendo de a pocos, arrastrándome hacia estadíos de silencio y depresión. Miro el reloj. Faltan todavía 4 horas para que Jacky venga, para que termine sus clases, y me parece que esas cuatro horas son toda la vida que me queda, son todos los años de intentos fallidos, de religiones inconclusas, de amores rotos. En cuatro horas se resuelve mi vida –pienso absurdamente- en cuatro horas regresa el amor.
Mecánicamente me pongo los audífonos y elijo una canción. “Beautiful” de Cristina Aguilera comienza a sonar en mis oidos, y su cadencia me transporta hacia un mundo irreal. Pero en realidad el mundo siempre es irreal, siempre está engañosamente, siempre existe pero no tiene sentido. Y lo peor de todo es que todos creen que tiene sentido y se lo toman muy en serio. Cristina Aguilera insiste en que ella es bella, y no importa lo que ellos digan. Insiste en que las palabras no se la pueden traer abajo. Me parece poético pero estúpido. Las palabras, por mas absurdas que puedan ser, lo son todo. Son todo lo que somos, y tienen toda la fuerza que les queramos imprimir. Son mortales cuando deben de serlo. Son nuestro marco imperfecto, nuestra luz tenue entre tanta bruma. Me acuerdo de Derridá. Pero de pronto, me acuerdo de Hesse, de Sábato, de Rosé, me acuerdo de mi madre y sus gritos destartalados por esa travesura que terminó destruyendo el adorno de la sala. Me acuerdo de mi profesor de lógica, de mis alumnos de prescripción, me acuerdo de Andrea, y me está mirando con esos ojos inmensos, tristes, y su carita de ilusión; de mi gringo que juguetea alegremente con el agua; de mi Adriana concentrada y hermosa leyendo Molly Moon. Me acuerdo de ese momento espantoso en un parque de Surco, cuando nos confesamos todo y me sentí desvalido, y la muerte llegó, y la virgen nos miraba desde un altar improvisado, y todo el mundo se silenció. Todavía sigue callado. Todavía no hay ruidos alrededor.
Cristina Aguilera insiste nuevamente que es bella. Yo concuerdo. No estoy en posición para disentir con nadie. Sigo fervientemente solo en una esquina de Taipei. Un Taipei que se mueve. Y yo sigo, estático sin comprender, solo, con una soledad que se me sigue deshaciendo en las manos. Es medio día en Taiwan y no sé a donde ir.
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Faltan dos horas para que Jackita regrese. Yo decidí pasear antes que morir. Me hundí en los laberintos del metro y comencé a divagar por el mapa. Adonde ir? Primero al hotel, a sacar la cámara de fotos que me había olvidado por ese descuido siempre imperdonable. Luego, al One O One, el edificio más alto del mundo (creo que ya hay otro más alto, pero para mí no existe). El camino al hotel me demuestra que ya domino la ciudad. Miles de taiwaneses caminando raudos por los pasillos de un metro acelerado, suben, bajan, se miran, me miran, están pero no están, siguen su camino casi agazapados, son masas que pululan sin estar, son seres que no tienen contenido, estoy caminando por un marte desolado, por un desierto árido e imperfecto, por miles de letreros que sustentan palabras sin sentido “chicame tuwetoma mipetu”. Cuando llego a la última estación me bajo confundido. Soy uno más en esta metáfora de confusiones.
Al acercarme al hotel, veo un letrero en inglés. Es raro ver un letrero en inglés en un Taipei hecho para letreros en chino. German Beer. Entro. Un taiwanes con sonrisa congelada me invita a sentar. German Beer. Yes. I want that. El me entiende. De pronto me trae un vaso inmenso conteniendo una cerveza alemana de nombre difícil. Cuando la bebo, las burbujas y el aroma a cebada invaden mi cuerpo. Me acuerdo de mi suegro y deseo fervientemente que esté aquí para acompañarme en este placer alcohólico. Cierro los ojos y me parece que estoy en una cantina peruana, rodeado de mi gente, esperando un ceviche que acompañe este momento crucial. Abro los ojos, y el taiwanés esta ahí, mirándome, riendo por mi expresión de placer, complacido tal vez por tener un comensal tan alcohólicamente agradecido. Cheers my friend. Cheers.
Cuando salgo de la cervecería alemana me siento extraño. ¡He estado tomando cerveza alemana en Taipei! El mundo es un pañuelo. Me acuerdo de la chimorutza, la mariposa roquera, y tarareo la canción en mi mente. Mi chimorutza es alemana, der schmeteling, mi mariposa halada en un vuelo extraterrestre, mi Andreana alemana con sabor a Perú. Mis hijas. Mi Perú.
Camino por una callecita llena de bares (supongo que son bares por la cantidad de chinos alegres tomando cerveza). Al final de la calle, un gran letrero de James Bond me recibe (se está estrenando la película), ya casi llegando al hotel. Miro al James Bond de turno y pongo su misma expresión. Yo soy James Bond en Taipei. Tan, tan tan tan, tan hue... von. No. Ese es el Rocky de mi cuñada. Me río. Me gusta reírme solo de mi mismo. Esa perla tiene su chispa. Me hace reír hasta en Taipei.
Unos minutos después, con mi modernísima cámara Nikon en la mano (me la acababa de comprar en una de las principales tiendas de artefactos del centro de la ciudad) iniciaba mi peregrinaje al One O One. De lejos me hacía recordar a la torre Eiffel , que tiene la misma imponencia en un París de enanos. Lo mismo ocurre con el One O One. De lejos aparenta ser una especie de jabalina inmensa clavada en un campo solitario de concreto. A medida que uno se va acercando va intuyendo sus formas dispersas, y va identificando la estructura que se conoce por las fotos. No había ningún metro que llevara exactamente hacia la mole, así que me bajé faltando unas 10 cuadras para llegar.
Bitácora Pekin
Bitácora Pekin
En el hotel nos dijeron que la ciudad prohibida quedaba a unas cuantas cuadras. Era una suerte, pues ibamos a poder caminar a través de un Pekín que despertaba. El frio matutino y el sol que iba y venía intermitente me hicieron recordar al clima serrano de nuestras ciudades de centro. La calle de nuestro Hotel era estrecha, pero era transitada por un sinnúmero de personas a pie y en bicicleta, todos vestidos con atuendos grises, como las expresiones de sus rostros. En una esquina, una vendedora de ropa nos quiso atraer, y Jacky se paró a ver algunos vestidos. Craso error. La vendedora, de manera obsesiva, quería que le comprásemos algo, y cuando yo le hice una señal a Jacky para irnos, la vendedora la agarró compulsivamente del brazo, y la retuvo mostrándole algunos gorros que tenía en la mano. Ya en el Ladies Market de Hong Kong nos había pasado una situación similar. Algunos vendedores tienen ese talante presionador. Yo le dije de manera enérgica que nos íbamos (en realidad gesticulé, pues era evidente que no entendía nada de ningún idioma que no fuese el suyo), y luego de algunos minutos de tensión (Jackita estaba espantada y no sabía qué hacer), logré liberar a la princesa del mounstro espeluznante que la retenía y la llevaba hacia una tienda ófrica y diminuta. Desde ahí comencé a desconfiar en general de la actitud del chino continental. Se los notaba diferentes, intuitivamente sentí que habíamos cambiado de ambiente.
Llegamos a una calle principal, llena de comercio, con malls gigantescos, y hoteles de cinco estrellas rodeándonos. Preguntamos a algunos transeúntes con señas y el mapa en la mano la dirección de la ciudad prohibida. Todos coincidían. Ya teníamos el rumbo trazado. Mientras caminábamos, íbamos comentando la gran diferencia entre Pekín y Hong Kong. Ambas ciudades se veían majestuosas en cuanto a su infraestructura, pero había un importante matiz entre ellas: su calidad cosmopolita. En Hong Kong, encontrabas en las calles, gentes de todos los colores y naciones, mostrando los lugareños una actitud relajada ante el turista. En Pekín era como si fuésemos extraños totales, entremezclados en un mundo totalmente ajeno, un mundo de personas solitarias, de desamparados. Los marcos similares no eran suficientes para identificar dos ciudades con almas distintas.
De pronto, mientras analizábamos el mapa para ubicarnos, dos chinas sonrientes –algo ya de por sí raro en un mundo de miradas desconfiadas y de gestos extraviados- se acercaron y en inglés nos ofrecieron ayuda. Les dijimos escuetamente que nos dirigíamos a la ciudad prohibida y ellas, de manera voluntaria y aparentemente desinteresada se ofrecieron acompañarnos. “We are going over there too”.
Comenzamos a caminar por una avenida ancha y doblamos por un parque lateral, descendiendo por una calle de construcciones antiguas y deterioradas. No me parecía que íbamos bien. Yo había calculado que si no doblábamos, llegábamos a nuestro destino. Ellas iban alabándonos de todas las formas. Le dijeron a Jackita que se la veía muy joven a mi lado –en pocas palabras que yo era un vegestorio al lado de ella-. Nos preguntaron nuestros nombres. Nos dijeron que combinaban, que mi nombre era fuerte y el de Jackita delicado, y que por lo tanto éramos el Ying Yang perfecto. Hasta ese momento yo había creído que eran dos chinitas buena gentes que trataban de ayudarnos a llegar a nuestro destino, cuando paramos bruscamente frente a una puerta que mostraba un paisaje desolador. Era una quinta de donde salían y entraban chinos con ropas avejentadas. Una de las chinas, cambiando de expresión y poniéndose especialmente seria, nos explicó que esa quinta –como muchas más de la zona- había sido cerrada por el gobierno durante las olimpiadas, pues representaba el lado oscuro de Pekín. En esa pequeña área (habrían 150 mts2) vivían cerca de 200 personas. Sentí algo de temor. Nos habían traído a una zona peligrosa. De pronto la china volvió a sonreír, y nos invitó a una tienda al lado de la quinta. Nos explicó que ellas estudiaban pintura y que en esa tienda estaban exponiendo sus cuadros y los de su maestro. Recién en ese momento entendí su jugada. Todo había sido una pantomima para llevarnos a su tienda de cuadros. Un chino con pinta de brujulero nos recibió y nos hizo pasar a la tienda. La verdad, habían cuadros interesantes, pero yo me encontraba mortificado por el engaño. Con gesto adusto le dije a Jackita que nos marchásemos. El chino me miró fijamente y me dijo “ no spanish”. Yo no le contesté, arrastrando por segunda vez a Jackita hacia la calle, retomando el camino hacia la ciudad prohibida. Me quedó claro el perfil del chino subterráneo. Un pendejito que tiene que sobrevivir en el laberinto que él mismo ha creado.
Por fin, llegamos a la ciudad prohibida. La puerta de entrada era imponente y habían miles de gentes en el interior. Toda la ciudad estaba rodeada por una especie de lago interior y por un muro de 5 mts de ancho por 10 o 12 de alto, de color rojo encendido, en cuyas esquinas se podían divisar torreones enormes debajo de uno de los cuales pasamos para ir a la zona de la venta de tickets de ingreso. En el mar de gentes, nos cruzábamos con chinos y chinas que se ofrecían como guías para nosotros, así como vendedores de libros y folletines que contaban la historia de este espacio arquitectónico monumental. Yo opté por alquilar un guía electrónico con gps, por lo que cada vez que llegábamos a un punto que merecía algún comentario, el guía arrancaba a explicar –en español perfecto- las precisiones arquitectónicas e históricas pertinentes.
En un resumen apretado la ciudad prohibida fue la casa del emperador del imperio Chino y de su familia. Existieron dos dinastías claramente diferenciadas una de otra. La dinastía Ming y la dinastía Ching , que habían construido cada una muchos de los monumentos actuales. Así, la ciudad prohibida presentaba cuatro construcciones centrales, una de las cuales era la residencia del emperador, siendo las otras tres recintos donde el emperador recibía a sus invitados y realizaba los actos religiosos y políticos más importantes para el imperio. A sus costados, habían construcciones menores que eran habitadas por la emperatriz y las concubinas (el emperador podía tener las que quisiera, pero, creo por limitación física y por salud mental, solo soportaba unas 30 aprox jajajaja). Cerrando la ciudad prohibida, hay un jardín de una belleza especial, donde los emperadores se inspiraban y escribían poemas para el deleite popular. En este jardín es donde se había ahorcado el último emperador de la dinastía Ming , Chong Zhen, luego de que el general rebelde Lee Zi Chong tomara Pekín por asalto. En un último acto de dignidad (¿?) había asesinado con su propia espada una a una a su esposa y sus concubinas, así como a cada una de sus hijas, evitando así su vejación a manos del enemigo.
El emperador, taciturno, salió con la mirada baja de la sala de las meditaciones. Había estado las últimas horas encerrado con el consejero de guerra, quien le había dado cuenta de la caída de la última resistencia y de la inminente llegada de las tropas enemigas a palacio. El emperador ordenó que se pusiesen los inciensos fúnebres en las pilas de bronce, y soltó las aves que se guarecían en las grandes jaulas del extremo oriente. Ya no hablaba, solo gesticulaba, y los eunucos obedecían de inmediato cada gesto adusto, cada precisión silenciosa. De pronto, la emperatriz, las concubinas y las hijas del emperador fueron convocadas al jardín de los poemas, mientras que los vástagos hombres eran conducidos por intrincados túneles hacia una eventual escapatoria. La masacre fue rápida, y el emperador, con las manos ensangrentadas por la faena espantosa, llegó finalmente frente a su hija predilecta Chang si shu, que esperaba su hora última con una mirada serena, aceptando su destino como el destino de una princesa honorable. El emperador cerró la puerta. Nadie presenció el último acto. Horas después, cuando las tropas del envilecido Lee Zi Chong auscultaban una ciudad oscura llena de cadáveres, encontraron el cuerpo del emperador colgado del árbol principal del jardín de los poemas. El cuerpo de la pequeña princesa nunca fue hallado. Ahí empezó la leyenda de la Guerrera Kung Fú , que perseguiría a los enemigos de la dinastía Ming hasta su muerte.
Es solo una leyenda, me comentó luego uno de los guías con que tuve la oportunidad de conversar, una leyenda popular que elevó a la pequeña princesa a la calidad de heroína, pues cuenta la misma que luego de escapar de manos de Lee Zi Chong, se convirtió en una experta en artes marciales, logrando asesinar de propia mano a todos los enemigos de la dinastía Ming , incluyendo al propio Lee. Pero lo más seguro es que el emperador, con todo el dolor de su desgraciada alma, haya procedido con el último acto honorable de su vida. Y que la tristeza de esa perturbada alma permanezca aún en esos muros de muerte...
Cuentos chinos, me dije, cuentos chinos y destinos encontrados en un país de vías inentendibles y de hombres laberínticos.
La luz del sol caía ya sobre una ciudad solitaria. Jackita caminaba delante, entremezclándose con una procesión de gentes que caminaban, silenciosas hacia la plaza Tiannamén , en búsqueda de la salida de la gran tumba que constituía, ahora, la ciudad olvidada.
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