Hoy en la mañana mi hija me dijo: “Papá, los hombres son unos niños… ¿no?” No supe que decirle. Por un lado pensé que tenía toda la razón, que yo mismo sentía que había necesitado tanto a mi mamá que, cuando las cosas ya no marchaban tan bien para mí en la casa de mis padres, la había reemplazado por mi esposa, pero que nunca fue igual, que el complejo edípico nunca se soluciona y cosas así. Por otro lado, ya en mi lado paternal, pensé que yo ya era padre y que debía de refutar esas ideas con algún postulado sofistamente maduro para no convulsionar el mundo juvenil de mi preciosa, y convencerla de mi madurez emocional (que es inexistente) para que se sienta tranquila de que tiene a un padre hecho y derecho. Al final, me limité a sonreír. Mi hija se me acercó y me abrazó. Sentí como un abrazo maternal. Mi hija también se estaba transformando en mi madre. Porqué dices eso hijita… ¿ha pasado algo? Nada papá, es que a veces Jose (su enamorado) se comporta como un niño, y yo entiendo; porque tú también a veces te comportas como un niño, y nosotras tenemos que cuidarlos. Pero no te preocupes. Nosotras las mujeres siempre estamos ahí. Se paró y se fue casi saltando, feliz.
Miro a mis hijos y me veo a mí en
cada una de sus edades. Y esa constatación me produce sensaciones encontradas.
Por un lado, siento que al ser las extensiones de mi yo, son una segunda
oportunidad de ser, son como una nueva alternativa para redimir mis errores,
para triunfar en campos que nunca cultivé adecuadamente (como por ejemplo, la
escritura), para ser feliz. Por el otro lado, me acongojo porque sé –o pretendo
saber, sustentándome en la herencia de mis genes- por qué penurias internas van
a transitar sus almas, por qué túneles oscuros, por qué miserias es muy probable
que derrapen sus vidas. Y, como una especie de pitoniso, me adelanto a sus
lamentos y lloro desde ya por ellos.
Y entonces, en este estado de
confusión mental se me viene la idea de la niñez. De mí niñez. Y esa idea,
antes que complicarme, me apacigua. El sentir que soy tan niño, o tan púber, o
tan joven como cada uno de mis hijos, que estoy a su mismo nivel (solo que con
unos rasguños de más), me resucita de mi vejez adelantada, me redime de mis
derrotas, porque restituye mi momento vital, me hace ser nuevamente joven.
Pero, lo mejor de todo, es que me hace sentir menos padre y más amigo de ellos,
los acerca a mi mundo, convirtiéndolos en cómplices antes que en aprendices.
Claro, imagino a la mayoría de
madres de este mundo luego de leer esto. El padre no puede ser el amigo. Tiene
que ser el padre. Tiene que asumir su rol y ayudar. Me van a disculpar mamitas
queridas. Me reúso. No me reúso a ayudar (no es que sea un holgazán). Me reúso
a ser padre. O por lo menos ese padre imperativo y ceñudo que mira a los hijos
desde arriba y da órdenes concluyentes que tienen que ser cumplidas sin dudas
ni murmuraciones (ni cura ni soldado… todo lo contrario). No tengo intenciones
de relacionarme verticalmente con ellos, que son las personas a las que más
amo. Así que he decidido ponerme a su nivel y reclamar en conjunto –a modo
sindical- hasta que venga mamá. De repente ya mi mamá no se anima (ella ya tuvo
suficiente jaleo con nosotros), de repente mi esposa tampoco (suficiente con
cuidar a tus hijos para tener que cuidarte a ti), de repente mi hija renuncia a
su nueva vocación (a pesar de que, por su declaración inicial, se encontraba
conforme con ese papel con respecto a mí y a su enamorado). Aunque, por suerte
para los padres-niños como yo, las mujeres tienen demasiado metido el bichito
maternal para dejarnos abandonados a nuestra suerte. Y así, termino no solo con
mi madre biológica acariciando mi canosa cabeza, sino con mis otras madres
(hermana, esposa, hija) cuidando de alguna forma de mí. Y les agradezco el
cariño, y, como hijo impensante que soy, creo fervientemente que me lo merezco
porque sí, porque yo soy el centro del mundo para mi madre y que ella sin mí no
será feliz… Feliz día mamás… feliz día mamá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario