sábado, 30 de abril de 2011

REFLEXIONES SOBRE EL BARBERO DE SIBERIA



La primera vez que ví esta película fue en una sala de cine de París, en una calle paralela al Rio Sena cuyo nombre no recuerdo, pero que estaba cerca de la Avenue du President Kennedy donde yo vivía. Mi hermana y una amiga suya (Marcelita) estaban emocionadas por asistir al estreno, pero yo no tenía nada de ganas de salir del apartamento donde vivía con mis padres por una fuerte depresión causada por mi lejanía del Perú. Mi hermana y mi madre me convencieron con el argumento de que estábamos en París, y de que había que hacer divertida nuestra estadía, por lo que a duras penas acepté acompañarlas. Dada la cercanía, fuimos caminando. Recuerdo que ya entraba el otoño y que las calles estaban pobladas de hojas marchitas que danzaban y crujían por nuestros pies. Su color amarillento, resaltaba, pues caía la tarde, dando al ambiente una especie de matiz melancólico que acrecentó mi depresión. Cuando llegamos al cine había cola, esto debido a que –como ya dije- era el estreno de esta película de Nikita Mikhalkov (nombre ruso que me parecía complejo y que me daba mala espina) que había ganado la Palma de Oro en el festival de Cannes ese año de 1999.

Cuando me senté a ver la película no tenía ninguna esperanza de asistir a un espectáculo bueno. Cuando terminó, mis lágrimas de emoción y el fervoroso latido de mi corazón me hicieron entender que jamás había visto película como “El Barbero de Siberia”.

Luego, en esa misma temporada, la volví a ver 3 veces más en distintas salas de París antes que la sacaran de cartelera, y muchos años después, luego de buscarla insistentemente, la pude bajar de Internet, viéndola por lo menos 10 veces más. Supongo que puedo decir que soy un fanático de la película, un devoto admirador de sus hilos conductores, de sus colores, de sus formas, de sus actores y actrices. Un devoto admirador del amor inconcluso que ella contiene.

Comencemos por el final. El nudo, el punto donde se cierra el círculo. Jane, luego de diversas peripecias (que incluyeron casarse con el viejo loco -un Richard Harris espectacular-, propietario de la máquina), lo acompaña a la inauguración de la absurda máquina en Siberia. Así, mientras se produce la desastrosa iniciación de la máquina, ella logra ubicar en un paraje cercano al evento, la casa del amado. Pero llega tarde. Es hermosa la forma como Mikhalkov va construyendo la escena. Ella, la amada, va abriendo una a una las puertas de la casa de Andrei, la misma que representa su vida nueva. Al principio lo hace con emoción, con ilusión, esperando encontrar tras de alguna de esas puertas la cara lozana y alegre de un Andrei que, dejando el tiempo y el espacio de lado, la vuelva a besar con la misma intensidad con que la besó en su casa de Moscú, la única vez que se entrelazaron sus labios y sus cuerpos se unieron en una noche de pasión. Pero nunca la encuentra. Sólo va descubriendo los rastros de su vida nueva, las fotos, los utensilios, los ropajes, los atuendos de los niños. Y, de a pocos, sufriendo y entendiendo al mismo tiempo lo absurdo de su búsqueda, va comprendiendo que su presencia ya no tiene ningún sentido en esa casa poblada de fantasmas de un pasado que ya el amado enterró.

En paralelo a ese descubrimiento, la ex sirvienta de Andrei –convertida en su mujer- decide defender con uñas y dientes su hogar. Ese hogar apartado del mundo elegante y sofisticado de Moscú, pero que es ahora suyo, y de sus pequeños hijos a quienes conmina a guardar silencio a costa de sus vidas. La tensión de la escena es terrorífica, los niños aterrados esperan la entrada de un mounstro de cuatro cabezas, y la madre, estoica, se aferra a una hoz afilada con la que –de ser necesario- dará muerte al agresor. El amor, el terror, la angustia, la desilusión, el amor por la familia, el amor filial, todo se entremezcla en una escena que nos lleva a una máxima tensión. Hasta que rueda la manzana y Jane, con inocencia, la recoge y cierra la puerta entendiendo que ya nada tenía que hacer en ese lugar.

Y en ese momento, cuando Jane huye llorando desconsolada en su carruaje, atravesando el bosque Siberiano, comienza a sonar Mozart. Y mientras la melodía nos va desgarrando el corazón, vemos la cara de un Andrei casi desfigurado por la prisión y por la vida, con el rostro deformado por los dolores sucesivos y las laceraciones que tuvo que sufrir por la amada. Un Andrei que intuye su presencia (yo creo que porque sintió su olor) y que, sin pensarlo, corre raudamente por entre los árboles del frondoso y atosigado bosque siberiano –uno de los más fieros e inhóspitos del mundo- a tratar de interceptar a la amada que huye. Pero cuando ya la puede alcanzar, cuando bastaba solo un grito desesperado para parar ese carruaje que corre desbocado por la llanura, Andrei se paraliza, y también comprende lo absurdo de su persecución. Y se tranquiliza (o lo aparenta) y enciende su cigarro, mientras Mozart acompaña la escena llevando la melancolía por el viento, a través de cada resquicio de naturaleza que se va deshaciendo en una escena de dolor de amor. Es el último adiós.

En ese final se puede intuir el elíptico e inesperado destino del humano. Andrei, el cadete modelo, inmaculado e ingenuo, que miraba la vida con pasión y con ilusión, que descubrió el amor a través de Jane (un amor engañoso, complejo, pero amor al fin), por acontecimientos y azahares se transforma en este rudo siberiano, tajado y deformado por la vida, que debe dejar pasar su destino –o el que debió ser- y contentarse con los retazos de felicidad que ha logrado juntar de a pocos al lado de una mujer que lo ama. Pero es claro un hecho que la película deja entrever, no de manera expresa, sino lateralmente, como un susurro: Andrei aún ama a Jane cuando la deja partir, Andrei, a pesar de todo lo transcurrido, de todas las amarguras de su nueva vida, de su aislamiento, de su nuevo compromiso, del establecimiento de un hogar, de su sedentarización en este su nuevo mundo rústico, ama a esa mujer que se le va escapando de a pocos, y de la que siente los sollozos que el viento le trae y que lastiman su corazón. La reacción ante la intuición de la presencia de la amada es suficiente pista para esta conclusión. La loca carrera a través del bosque siberiano, esquivando los recios robles, zigzagueando las matas y sorteando las hondonadas, nos deja intuir que parte de ese cadete juguetón y feliz quedaba todavía en el alma de este hombre arrastrado por la vida, y que en esa parte él aún guardaba –como un tesoro diminuto y cada vez mas lejano- el recuerdo del verdadero amor, del amor que conmocionó su mundo. Pero su loca carrera se detiene. El amor tiene sus límites, y Andrei, golpeado por la vida, los entiende. Y la cámara se toma todo el tiempo para mostrarnos la última visión que tendrá Andrei de su amada. El amor desapareciendo, esfumándose, liberando a los amantes de su tormento.

En esta película de contrastes, las actuaciones de Jane y de Andrei son centrales, pero las acompañan diversos personajes que se van añadiendo a la historia de amor: El general borracho, que representa lo absurdo y alterado del poder absoluto; los cadetes, que no solo delinean al amigo-hermano que se tiene en la vida militar, sino que nos muestran la inocencia y transparencia de una de las mejores edades del humano como es la post pubertad; el capitán de la clase, que con maestría y jocosidad acompaña a sus alumnos en sus peripecias y complejidades; y como olvidar al sargento americano, bruto y bonachón, con una sabiduría especial al momento de decir las verdades crudamente, sin tapujos, por más que duelan.

Pero hay un personaje casi tan central como la pareja de enamorados: Mozart. Una a una las canciones del músico van dándole el ambiente sobriamente dramático a la historia, y van coadyuvando a la construcción de un drama humano, un drama de solitudes, el drama de la curva del amor.

Mikhalkov construye un mundo épico, gigante, colorido. Un mundo que justifica una historia de amor, que la sustenta, que la acompaña desde su inicio hasta su final, y el espectador sueña con esa historia, sueña con sus requiebres, con sus algarabías, sueña con su teatro, con su música, sueña con sus bosques inhóspitos, con la alegría y la depresión de sus personajes. Sueña con Jane y Andrei felices para siempre, y al final se percata que es un sueño, y que la vida no coincide con ese sueño, sino que debe de estrellarse contra el muro de la realidad. Mikhalkov te estrella contra ese muro elegantemente, con dolor, pero con prestancia, y te sientes un rey compungido, que puede manipular todo menos el destino del humano, que es fenecer, desaparecer, y con el humano cualquier sentimiento suyo, con lo cual no existe pertenencia. Somos meros arrendadores de una vida que se nos comienza a ir desde que se nos entrega. Adios Jane… adios

Lima, 19 de enero del 2011 en una noche oscura y solitaria

3 comentarios:

  1. Hola, me ha gustado tus palabras, pero tengo una duda que no he encontrado su respuesta en tus letras... porque Jane dice que el joven que esta enmascarado siempre por el amir a mozart es el hijo de Andrei? No entendi ese final. Gtacias :)

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    1. Si Neri, el joven enmascarado es el hijo de Jane y Andrei, que solo estuvieron juntos esa noche en la que Jane le cuenta toda su verdad. Eso es lo que la llevó a buscarlo a Siberia, y lo que tenía que confesarle luego de tantos años...

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  2. La vi como 10 veces y no la entendía, bueno tenia como 15 pero ahora, que ya paso un buen tiempo y que leo tu reseña, por fin la entendí!!!! Gracias!

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